Aparecen de pronto, aunque no sea noviembre, aunque no tengamos sino lo mismo para su ofrenda, aunque sepan que maldecimos su nombre por haberse marchado, aunque estén hartos de venir siempre que les lloramos, aunque ya nada nos deban.
Así es con los amores y los muertos. Los míos, como tantos, regresan.
Siempre, aún cuando no los llamo, vuelven. A veces me amonestan, otras me escuchan, la mayoría de las veces simplemente se ponen a mirarme.
Intervienen mis sueños, aparecen dentro de mis secretos, los conocen. Se burlan de mis miedos, me asustan recordando lo que creía olvidado.
Mis muertos son menos drásticos que los muertos de Juan Rulfo y menos enigmáticos. Esto no quiere decir que puedo manejarlos a mi antojo, pero sí que además de venir cuando ellos quieren, suelen venir cuando los llamo y entender el presente y hasta explicármelo.
Supongo que algo así le pasa a todo el mundo, que aquellos que han perdido a quienes fueron tan suyos como su índole misma, los evocan a diario con tal fuerza que los hacen volver a sentarse en la orilla de su cama, a seguirlos con la vista desde una fotografía, a pasarles la mano por la cabeza cuando creen que la vida es tan idiota que no merece el cansancio.
La muerte nunca es sino violenta. No creo eso de que uno pueda aceptarla como el destino natural de quien vive. Semejante certeza cabe en nuestra razón, pero no se acomoda bien en nuestro ánimo...
Sin embargo, mis muertos me ayudan a vivir. Me recuerdan que yo soy responsable de su supervivencia, que estando en mi memoria siguen vivos. Por eso andan conmigo todo el tiempo y ando yo en ellos siempre.